domingo, 11 de octubre de 2015

RENACER -el ciclo del libro-

Aquí estoy. Esperando renacer. Llegué por primera vez al mundo hará cosa de noventa años. En una imprenta pequeña, familiar. O, por lo menos, eso cuenta mi página de créditos. Yo, para ser sincero, no recuerdo el momento. Pero un aroma a papel y tinta, que permaneció conmigo los primeros años de mi vida, me confirma que fue así: me hicieron con mimo, casi artesanalmente. En realidad, mi primer recuerdo me retrotrae a una librería de muebles de madera clara, con una escalera colgante que iba y venía por la estantería, a voluntad de los clientes. El librero, un joven de barba y voz profunda, me había colocado en la sección de poesía. Pero me sacaba mucho de la estantería: todas las noches antes de poner el cartel de “cerrado” en la puerta y echar la llave, me cogía y se sentaba conmigo un rato en la mecedora que tenía junto al mostrador. Entonces me abría y leía algunas de mis páginas, a veces en voz alta. Después, me devolvía a mi sitio y subía a su vivienda, en la planta superior. Ella apareció un día de invierno. Llevaba una boina ladeada sobre sus rizos negros y guantes de antelina. Entró con paso decidido y le pidió al librero que le aconsejara un libro de mi artífice. Alguien, un buen amigo, le había hablado de aquel poeta andaluz. El librero sonrió y fue directo hacia mí. Me abrió por la página 31. Esa que dice: “El campo de olivos se abre y se cierra como un abanico…” Y por la 43: “Cuando yo me muera, enterradme con mi guitarra bajo la arena.” Ella afirmó con la cabeza y sus rizos se movieron al compás de su sonrisa. El librero pegó una palmada cariñosa sobre mi cubierta y me envolvió con papel marrón. La casa era grande. Pasé los primeros meses sobre una mesilla con otros libros, junto a una cama de matrimonio. Ella me abría todas las noches y repasaba mis poemas una y otra vez. A veces, su voz se hacía sonora y mis letras sonaban como un canto. Él, su compañero, la miraba muy atento, y repetía los versos de memoria, con ella. Aparecieron libros nuevos en la mesilla y me llevaron a una librería grande, con otros muchos camaradas. Ella entraba mucho en aquel cuarto. Traía jarrones con flores, cogía libros y se sentaba en el sillón de orejas, junto al ventanal. Pasó tiempo sin que viniera por mí. Luego, llegaron niños a la casa y con ellos vinieron libros de colores, ilustrados. Llegaron también juguetes. El cuarto se llenó de alegría. Un día, súbitamente, me metieron a mí y a otros muchos en cajas de cartón. Y acabé, sin saber por qué, en un trastero lleno de cuadros y muebles viejos, llenándome de polvo. No me preguntéis por qué tampoco, pero un día, años después, reviví. Ella misma, ahora con el pelo corto, vino a buscarme. Abrió las cajas, rebuscó y me encontró. Me sacó de allí, me limpió con una gamuza y me llevó al cuarto que ya conocía. Pero mi destino no era la librería, sino las manos de una quinceañera, unas manos suaves que a lo largo de los años me hojearon cientos de veces sin hacerme ni un solo rasguño. La chica, Nieves se llamaba –lo sé porque su madre escribió en mi portadilla: “Para Nieves, estos poemas de Federico que la acompañarán siempre”-, me leyó innumerables veces y me paseó por el mundo entero en maletas, que año a año se fueron haciendo más pequeñas. Nieves dejó de viajar y se estableció en un piso pequeño de una ciudad pequeña. Allí me guardó en una estantería pequeña sobre un ordenador gigantesco. Con los años, el ordenador fue menguando y la estantería haciéndose mayor. Nieves me sacaba regularmente, me abría con ternura, pasaba un buen rato releyendo mi dedicatoria y hacía que mis poemas renacieran en su voz. Pero eso se acabó, de repente, no me preguntéis por qué. Una tarde vinieron unos mozos vestidos con mono azul. Despejaron la mesa del ordenador y nos acumularon allí a mí y a todos mis hermanos. Nos envolvieron sin grandes miramientos en hojas de papel de periódico y nos ataron con cordeles de esparto. Luego nos amontonaron en carretillas y nos llevaron a una furgoneta. Y de allí, a una librería de viejo, y de allí, a esta caseta, a esta feria, donde todavía aguanto el tipo. Y espero con ansias: renacer. -Ey, mira, el “Poema del Cante Jondo” de García Lorca… Vaya, qué dedicatoria tan bonita tiene. ¿Quién sería esa Nieves? ¡Me lo llevo! Eh, oiga, ¿cuánto vale?

sábado, 30 de mayo de 2015

OÍR Y ESCUCHAR, VER Y MIRAR

Oír y escuchar no son la misma cosa. Tampoco ver y mirar. Por la calle oímos ruidos, gritos, frenazos, músicas que pasan zumbando a nuestro lado. Palabras que no nos dicen nada, que carecen de todo significado. Para escuchar, sin embargo, necesitamos prestar atención, descifrar lo que se nos dice, ser todo oídos, pero también toda mente; poner de nuestra parte para que el mensaje se haga luz en nuestro cerebro. Oímos la radio si la tenemos de fondo para acallar el silencio de la casa, como animal de compañía. Pero la escuchamos si atendemos a un programa determinado, al discurso de una persona que nos interesa. Y escuchamos también la letra de las canciones de nuestros cantautores favoritos, las palabras de nuestros seres más queridos. Vemos sin ver miles de imágenes a lo largo del día. Colores, siluetas que no nos dicen nada. Pero miramos, y admiramos, paisajes hermosos, cuadros, obras de arte. Miramos con detenimiento, con sosiego para que nuestra mente se abra a lo nuevo, para aprender del que nos hace caer en la cuenta, para descubrir la belleza que no vemos al primer golpe de vista. Pues bien, lo mismo sucede cuando leemos un libro. Hacerlo no tiene nada que ver con el acto mecánico de encadenar las palabras. Leer un libro es escuchar a su autor, mirar con detenimiento su forma de vivir y de sentir. Y eso no se hace a ritmo frenético ni compaginándolo con otras acciones. La lectura necesita tiempo, necesita espacio, necesita concentración. Leer en diagonal, leer sin profundizar, leer sin sentir, leer sin crecer es leer a medias. Disfrutar un libro no es limitarse a pasarlo bien con su argumento, sino exprimirlo y beberse todo su zumo. Y eso incluye gozar con las palabras que encierra, notar su sonoridad, escuchar su música. Y también comprender su significado, para estar o no de acuerdo con él. Ese acto íntimo exige paz, sosiego, ritmo pausado. Y, muchas veces, exige releer. Leer no es ver una película de acción. Leer es entender, reflexionar, moverse adelante y atrás por el río de la memoria.

miércoles, 1 de abril de 2015

"EL HIJO DEL PINTOR", MI ESPECIAL HOMENAJE A MICHAEL ENDE

Micha no era un niño cualquiera. Era el hijo de un pintor. De un pintor, además, que no dibujaba cosas reales, no. Dibujaba sueños, y a veces, pesadillas. Y eso marca. ("El hijo del pintor". Col: Sopa de Libros. Ed: Anaya, 2015 Los libros de Michael Ende me han acompañado desde mi infancia. Leí “Jim Botón y Lucas el maquinista” con ocho años, y, enseguida, “Jim Botón y los trece salvajes”. Fue un impacto, disfruté tanto con ellos… De hecho, son los libros que más recuerdo de los numerosos que tenía de niña. Por supuesto, entonces no tenía ni idea de quién era su autor, pero sí conocía perfectamente a Jim, y al bueno de Lucas. Años después, ya adulta, leí un libro que me dejó chocada, era distinto a todo lo que había leído anteriormente. El título, “La historia interminable”. Resultó que su autor era alemán y que se llamaba Michael Ende. La obra me llamó tanto la atención, que quise indagar más sobre la biografía y los otros libros del escritor. Así descubrí que, sin saberlo, él ya llevaba años formando parte de mi vida porque era el creador de Jim Botón, ni más ni menos. Luego, durante mi etapa de editora, tuve el enorme privilegio de traducir varios libros suyos -“El teatro de sombras”, “El secreto de Lena”, “El pequeño títere” y “El ponche de los deseos”- y de conocerle personalmente en 1990, durante su visita a El Escorial para participar en un curso sobre literatura fantástica. Sé por propia experiencia que los argumentos no nacen de la nada y que, por muy imaginativos que sean, están firmemente enraizados en las vivencias de los escritores. "El hijo del pintor", mi nueva novela, nació porque deseaba dar forma a ese niño reflexivo, profundamente imaginativo, que absorbía cultura y arte por todos sus poros. La pintura, los cuentos, el teatro… estaban presentes en Ende aun antes de su propio nacimiento, a pesar de la época en que le tocó crecer: en la Alemania del nazismo. El Tercer Reich acabó con las aspiraciones pictóricas de su padre, Edgar Ende, y marcó su literatura para siempre.

viernes, 27 de febrero de 2015

MONTSERRAT DEL AMO: SU SENDA NOS GUÍA

Conocí a Montserrat del Amo de la mejor manera que se puede conocer a un escritor: a partir de su obra. De pequeña leí un libro que se titulaba “Rastro de Dios”. Era un libro grande, en cartoné, de la editorial Cid, con ilustraciones a todo color, que había ganado el premio Lazarillo. Y contaba la historia de un ángel torpón y buena gente, un ángel muy de carne y hueso por cierto. Años después, la conocí personalmente y a través de otra Montserrat, la periodista Montserrat Sarto, con la que yo trabajaba en las páginas infantiles del Ya. Me pareció increíble ponerle rostro –rostro amable de mujer con tesón- a la creadora de aquel ángel simpático y bonachón que me había acompañado en mi niñez. Después –hay que ver las vueltas que da la vida-, me encontré de nuevo con esa obra en la colección El Barco de Vapor, que coordiné durante varios años. Y, sobre todo, tuve la suerte de ser editora de Montserrat, de conocer a fondo la profesionalidad con la que trabajaba, la sensibilidad que volcaba en sus escritos, la pulcritud con la que entregaba sus originales, la valentía y la seguridad con las que peleaba por su obra. Y tuve también el enorme privilegio de publicarle uno de sus libros más hermosos, “La casa pintada”. El protagonista, Chao, es un niño que se esfuerza, que tiene tesón, que pelea por lo suyo… y consigue su casa pintada. Un protagonista de una pieza, perfectamente retratado por la mente experta de Montserrat del Amo. Con el tiempo, fui también su compañera pero, a su lado, nunca pude ni quise sentirme su igual: ella era una pionera, una señora de la literatura, una mujer sabia. Se hacía oír, y había que escucharla para aprender. Magnífica narradora oral, escritora de raza, recordémosla porque abrió camino y su senda nos guía.

sábado, 10 de enero de 2015

ALIMENTAR CON CULTURA

A primeros de año, cuando deberían anidar en nosotros los buenos deseos, el optimismo, las ansias de una vida mejor, el mundo se empeña una vez más en llevarnos la contraria. Es muy difícil ser optimista después de lo ocurrido en París, después de ver cómo la barbarie estalla en segundos. ¿Y en pleno siglo XXI? ¿No hemos aprendido nada con tanta Historia a nuestras espaldas? Podemos aspirar a vivir en paz, podemos luchar por la libertad, por la solidaridad y la democracia, pero allí están esos que, en un visto y no visto, lo vuelven todo del revés. ¿Qué nos queda ante un panorama tan desolador? Resistir y mirar hacia delante, caminar erguidos, dar un nuevo paso al frente. Tender la mano al de al lado, sea cual sea el color de su piel. Creer firmemente en el valor de la palabra, huir de los fanatismos como de la peste. Sentir interés y curiosidad por todo lo que nos rodea. Olvidarnos un poco del “yo” para pensar más en el “nosotros”. Mantener el espíritu y la mente abierta. Y todo esto para mí se resume en dos palabras: educación y cultura. Sí, algo tan sencillo como eso: lápices, cuadernos, libros… En definitiva, seguir la estela que nos marca Malala. ¿Cómo no ve la sociedad lo necesarios que son los libros en la formación de sus ciudadanos? ¿Cómo no son capaces nuestros gobiernos de ver la importancia que deberían tener los libros en las escuelas? Y no hablo únicamente de los libros de texto. Me refiero a esos cuentos que acompañan, que confortan, que dan luz a nuestros corazones y a nuestras miradas. Esos libros que deberían estar en todas las casas para acoger a los bebés desde la cuna. Esas narraciones orales que nos educan en la tolerancia, en la hermandad, que nos hacen descubrir el mundo desde otros prismas, que nos hacen más curiosos, más sabios, más abiertos, más dialogantes. Y hoy de nuevo un jarro de agua fría. Nos dice el informe de Hábitos de lectura del Gremio de Editores que el 35% de los españoles no lee “nunca o casi nunca” porque no les gusta, no sienten interés por ello. ¿Qué futuro nos aguarda? Tuve yo una profesora de Lengua cuyo lema era “Desde pequeñito se endereza el arbolito”. Nunca necesitó darnos más detalles, jamás tuvo que explicarnos cómo se enderezaba ese arbolito. Pero sus hechos hablaban por sí mismos: no era a palos, no. Ella simplemente se limitaba a regarnos, a alimentarnos con cultura, día a día.